“Hablo de mí,
cualquiera se da cuenta, pero ya llevo tiempo (siempre tiempo) sabiendo que en
mí estás vos también…” Ándele, Julio Cortázar.
No
veo bien la primera vez que la ví. De ese tiempo recuerdo el color de las personas y ella era de color celeste, un celeste idéntico
al manto de la virgen de la medalla milagrosa. La que tiene rayos en las
manos. La que está descalza pisando la
serpiente. Esa.
Aunque
el celeste de Ivana se volvía luminoso y traslúcido en los bordes hasta convertirse
en transparente y corpóreo como el agua.
Además de su color aún conservo una imagen. Parece una estampita, o mejor,
una foto de Fernando Birri o una foto que a mí me hubiera gustado pedirle a él
que sacara para mí.
Ivana
está apoyada en una de las paredes descascaradas del Patio del Hogar San Luis
Gonzaga. A veces la pared es gris con manchas de humedad y un reboque grueso
sin acabar. Otras veces, le asoman ladrillos rojizos. Ella siempre está apoyada
en esa pared, con una pierna levantada. Viste un equipo de gimnasia, azul,
marca adidas, zapatillas topper y una remera de algodón blanca que deja
entrever, muy a su pesar, los pechos nacientes. Tiene el pelo corto y castaño.
Es evidente que se lo ha cortado sola porque ningún mechón empareja con el
continuo. Como Juana de Arco, Clara de Asís, Sinnead O Connor. Todas se
cortaron el pelo solas y a solas, no existen muchas complicidades para la
libertad de mujer. Aunque Ivana en verdad, no quería ser mujer.
-¿Cómo
te llamás?
-
Ivan me llamo.- Me había dicho con la pera levantada y la mirada directa,
desafiando cualquier gesto mío de duda. La hermana Irene sin prestarle atención
continuó con mi presentación frente al grupo de niños. Después esa tarde,
cuando servíamos la merienda alguien me susurro “La violó el padrastro. Viven
ocho en una sola piecita de chapa”
Era
1996, yo tenía quince años y militaba en la Acción Católica. En el Barrio
Pueyrredón los jesuitas tenían entre otras obras la del Comedor del Hogar San
Luis Gonzaga, donde las hermanas y los voluntarios que nos sumábamos dábamos
apoyo escolar y merienda a los niños del Bajo de la Barranca Yaco. Las hermanas
que eran cuatro y que años después se cagaron de hambre y frío, no usaban
velos. Tenían el pelo cortísimo como la Ivana, como Clara, como yo, y se
vestían con un delantal de jean. Las monjas de mi escuela que sí usaban velos
(y que jamás se cagaron de hambre) imaginaban que yo sería una de ellas. Pero
yo no, yo me hice malísima y atea. Nunca me pude perdonar haberles hecho rezar
el Ave María antes de comer, como un método extorsivo. El sistema era: primero
la tarea, después el ave maría y al final, siempre al final, la comida. La hermana Gloria tenia razón
cuando decía que si les dabamos primero la comida se iban sin hacer la tarea. Igual
no era justificación suficiente para intercambiar comida por fe. Escupo sobre
el piso.
La
Virgen Madre. Esa paradoja imposible de realizar que nos enseñaron a Ivana y a
mí durante dos mil años. Nosotras que ni siquiera estábamos en gracia. Su plan
era más eficiente que el mío, había resuelto con once años hacerse varón, yo
con quince suspendía la brutal realidad viajando en el mismo éxtasis que Santa
Teresita.
A
veces, frente a la estatua de la medalla milagrosa con el piso y las columnas
de mármol y la luz del ventanal a la
derecha, donde al fondo un pino se mecía para hacer danzar al sol, yo me
olvidaba que era yo. Una vez la Azucena que me amó como una abuela me dijo que
nunca había podido ser católica porque el olor a velas le daba naúseas.
Opuestamente yo fui católica por un motivo igual de simple: la luz blanca de
ese ventanal en el mármol.
En
cambio Ivana ni siquiera decía amen. Se quedaba estoicamente mirándome con los
ojos punzantes y el rostro hacia el costado. Tampoco hacía la tarea, eso sí:
comía siempre mucho. Yo quería ser su amiga, porque me imaginaba que ser su
tocaya tenía que significar algo importante. Era una coincidencia que me
obligaba a ser su amiga, a caerle bien, a encontrar algún tipo de afinidad. No
costó mucho tiempo para que me empezara a querer.
-¡Seño!
Gritaban enloquecidos los niños cuando me los cruzaba en cualquier lugar del
barrio. Desde la villa hasta el Hogar en zona residencial habían tranquilamente
treinta cuadras. Era más que habitual encontrármelos en grupos de cinco a diez
camino al comedor. Corrían y se tiraban encima. En una competencia por quien me
abrazaba más fuerte. Regularmente me tiraban al piso, regularmente me sacaban
el aire a abrazos.
-
Seño –Seño -Seño
Y
yo quería ser la madre de todos, con dolor y retorcijones en el útero. Así de
cierto quería ser la madre de todos y sobre todos de ella que solamente tenía
cuatro años menos que yo. Y también quería matar a los que los miraban mal,
también quería cagarme a trompadas con los que decían negros de mierda. Quería
matar a los chetos.
Y
no pude evitar el destino trágico de ser una cheta más. Cuando terminé el
secundario me fui de intercambio cultural a Estados Unidos y después a estudiar
cine y le perdí el rastro. Y me quedó la culpa como a todo buen católico. No se
que me das más asco, si eso o la caridad.
Años
después cuando tenía dos hijos y estaba de vuelta en Córdoba, me lo encontré al
Fernando en un asado, le prohibí decirme seño y nos pusimos en un pedo de vino tinto. Casi
todos mis favoritos, la Celeste, la Ivana y él habían salido de la villa y
estaban en el Barrio. Ella se había juntado con un viejo de más de cincuenta y
tenía un bebe. Era una moquera, pero ahora no, decía el Fer y también decía que
el viejo estaba enamorado de ella. El viejo era un armenio, pero el Fer se
acordaba solamente que el apellido terminaba con ian.
Lloré
mucho esa noche, me gustó que el Fer dijera que para él yo era un ángel y que
el estaba enamorado de mí y de mis hermanas. El Fer dijo que yo le había hecho
sentir amor y supongo que por esa noche, por el vino tinto, me perdoné hacerles
rezar que Dios te Salve María.
No
supe nunca más nada de la Ivana. La Ivana que se salvó. La Madre y la Virgen.
Porque hay dignidades que son inquebrantables y no se negocian, ni por hambre,
ni por temor.
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