Imaginaba que la montaña helada no podía ser mejor que ese fogoncito que yo guardaba en la casa. Es que a mí me gusta el verano. Pero vos aprendiste a ser a la distancia de todos. Vos te salvaste lejos. Y el invierno me ganó.
Ahora que cargo la primavera conmigo, ahora que estamos mansos, que a veces bajas del monte venís a visitarme con las manos llenas de pan, de queso, de membrillo. Y nos quedamos en silencio, compartiendo la dulzura con la que crecimos. Yo se que vos sos bueno. Vos sabes cómo es cuando canto.
A veces cuando te vas y veo las migas en el mantel lloro como ahora. Lloro sin consuelo. Lloro hasta que me harto. Y después me quedo serena. Con el sol en la cara, orgullosa de haberte querido tanto.
¿Sabes que? Puse hace unos días el vestido blanco que nunca usé sobre el río. Lo vi alejarse, arrastrarse en las piedras, enredarse en las ramas, descocerse con la corriente, hasta que se lo tragó la tierra. Volví a la casa, prendí el fogón y esa noche nevaron copitos de algodón. Los niños dicen que eran de azúcar.
Solamente dos valientes se quieren tanto.
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